La emigración: Un camino de ida y vuelta con esperanza al final - Antonio
Piñeiro Feijóo
Hermandad Gallega de Venezuela
25/072016
LA EMIGRACIÓN: UN CAMINO DE IDA Y VUELTA CON ESPERANZA AL
FINAL
Buenas tardes:
Antes de nada, pido
permiso a todos para colocar en este primer lugar de los agradecimientos
previos a Manuel Álvarez Quiroga, memoria vida de esta Hermandad, sin cuya
tenacidad pueden estar bien seguros, estimados convecinos, de que yo no estaría
ahora aquí, en este tan simbólico escenario.
Son muchos más, los
agradecimientos debidos que personalmente tengo con Quiroga, puesto que sin su imprescindible
colaboración desde esta ciudad, tampoco en su momento –hace 16 años ya- me
hubiera sido posible haber publicado el libro “Pepe Velo, pensador, soñador e
mestre revolucionario”, que de una u otra forma es la razón de base por la que
él propuso mi nombre en su día al grupo A Galaica y que, posteriormente, la
Junta Directiva de la Hermandad acogió de tan buen grado.
Moitas Gracias,
querido Manolo, non xa só por ter pensado en min, senón por ser o máis leal
embaixador de Celanova no mundo.
Gracias también,
pues, a la Agrupación A Galaica por haber recogido la propuesta de Manolo
Quiroga y haber “consumido” –digámoslo así- su turno de selección para orador
de orden de este año, con mi humilde persona.
Y gracias, por
supuesto, a la Junta Directiva (a la joven Juan Directiva de la Hermandad,
debería decir), por haber tomado el testigo de la Agrupación Galaica con el
entusiasmo que sé que recogieron y, sin solución de continuidad, llevar a cabo las
gestiones pertinentes para poder viabilizar mi viaje hasta Caracas, en unos
momentos en los que, tanto aquí como allá, este tipo de iniciativas son tan
complicadas de hacer realidad.
En este sentido, el
nombre de Antonio Rodríguez Miranda, el Secretario Xeral de Emigración de la
Xunta de Galicia (a quien ustedes conocen bien por las muchas veces que se que
los ha visitado), no puede permanecer ajeno a estos agradecimientos, porque
gracias a la financiación del viaje por parte de su departamento es,
fundamentalmente, gracias a lo que he podido acabar saltando ese Océano
Atlántico tan familiar para ustedes.
El pasado día 21,
cuando me disponía a colocarme a la cola para llevar a cabo el embarque en la
T4 de Barajas, con el teléfono le hice una fotografía a la pantalla que ponía “Iberia
6673 Caracas” y con ella le envié un mensaje en el que simplemente le escribí:
“Aínda non tivera oportunidade de agradecerche a viaxe”
Su contestación fue
también corta y sé que muy sincera. La transcribo aquí porque creo que es de
justicia que la conozcan, pues a veces parece que los políticos son seres sin
alma (les ruego que en estos momentos no le pongan cara a ninguno de los de
aquí), que cuando llegan a algún lugar semejan ir con el piloto automático
puesto y, sin embargo, los hay como Antonio Rodríguez Miranda que desbordan
sinceridad y afecto: “Boa viaxe –me puso-. Disfrútao con eles, que te esperan
con moito agarimo e necesitan estas visitas! Unha aperta.”
Soy consciente de
que este tiempo dedicado a los agradecimientos puede ser tedioso y, muchas
veces a mí desde esa misma posición en la que se encuentran ahora ustedes,
incluso me parecen a menudo innecesarios, por meramente protocolarios. Sin
embargo, ahora, desde este estrado –ya ven- me parecen imprescindibles, por lo
que no quisiera consumirlo sin dejar de hacerme eco de tres consideraciones finales
de carácter personal que a modo de anécdota pueden ser ejemplo de lo cerca y lo
lejos que con frecuencia podemos estar ambas colectividades –la de aquí y la de
allá- si no hacemos un mínimo esfuerzo por cultivar –tal como ahora estoy
teniendo yo esta privilegiada oportunidad- nuestras relaciones.
Las dos primeras
tienen que ver concretamente con el actual presidente y el secretario de la
Hermandad, y la tercera –como no podía ser de otra forma- con mis familiares de
“acá”.
En el primer caso,
querido Roberto, bien sabes la agradable sorpresa que los dos llevamos –tu aquí
y yo allá- al darnos cuenta respectivamente de que uno y otro –otro y uno- éramos
los mismos que hace algunos años -cuando tu todavía no eras presidente- compartimos
mesa, conversación y unos sabrosos callos, con tu amigo y primo mío, Francisco,
y con Carolina –mi mujer- en nuestra casa de Celanova.
En el segundo,
querido José Antonio (lógicamente, me estoy refiriendo a José Antonio
Alejandro), más que una consideración, lo que debo hacer es pedirte disculpas
de nuevo –aunque ya sé que no le has dado importancia- por no haber podido
atenderte el pasado verano, cuando por tres veces fuiste al Ayuntamiento de
Celanova para visitarme y tuviste que regresar para Caracas sin verme,
pensando, tal vez, que debía tener la agenda más ocupada que la del presidente
de la Xunta (explicar lo que pasó: yo le había dicho a manolo Quiroga que te
acercases por allí, que quería hacerte una entrevista para publicar en La
Región y….)
Bueno, y como ya he
dicho, evidentemente no podría terminar este largo pero necesario capítulo
introductorio sin hacer mención a mi familia caraqueña. Los Canabal Montes y los
Montes Álvarez, un ejército con futuro que, si se lo propusiera en algún
momento, sólo por el número de efectivos, serían capaces de desalojar Miraflores.
Una familia que,
desde que Alfredo y Quiroga me fueron recoger a Maiquetía, me traen –como dicen
en la Televisión Gallega- en “padiola” y con los que (tal como le comenté antes
de ayer, aquí mismo, en la Hermandad, al representante de la Embajada de España,
Jesús Cabezas) estoy recibiendo un master acelerado de venezolanismo.
Un master -ya sin
bromas- sobre el día a día de este país que enamora y, porque enamora, duele, al
ver transitar su cotidianidad por caminos tan difíciles. Caminos sobre los que
estoy llenando pequeñas libretas de notas porque quiero contarlo al llegar a
España para que, por lo menos, aquellos que tengan la oportunidad de leerme, se
la crean.
Porque, es triste,
pero es así. Instalados en nuestra europea comodidad (lógicamente también con
nuestros problemas) realmente no somos capaces de imaginar que esté pasando lo
que está pasando aquí. Simplemente porque tenemos instalado en la cabeza el
dogma de que “Venezuela es un país rico” y, por lo tanto, desde esa perspectiva
histórica, por más que lleguen algunos flashes a través de los medios de
comunicación, jamás pasamos de preguntarnos retóricamente a nosotros mismos
que: ¿Cómo puede ser que un país con tanto petróleo y con tanta riqueza
natural, puede estar pasando hambre? Y simplemente nos contestamos: Eso no es
posible.
Y, dicho todo esto,
no sin dejar de hacerme eco también del enorme cariño que he recibo a lo largo
de estos días por parte de toda la colectividad gallega, tanto en esta
Hermandad como ayer en Valle Fresco, paso ya a lo que me ha traído hasta aquí,
que era, inicialmente, hablarles de Pepe Velo.
Verán….
Si ahora les
preguntara a ustedes, cuántos de los que están en esta sala oyeron hablar,
alguna vez, de un señor que se llamaba Pepe Velo, ¿cuántos me contestarían que
si?
A ver, lo
comprobamos…..
Bueno….
Y si les pregunto,
¿cuántos oyeron hablar del buque Santa María?, seguro que habrá muchas más
manos alzadas.
¿O no…?
Y, si ahora les
hago una tercera pregunta. Es decir, ¿qué relación tienen Pepe Velo, el Santa
María y mi presencia en este teatro Rosalía, la cosa ya se complicaría
definitivamente?
Pues bien,
comenzaré diciendo que Pepe Velo, mejor dicho José (o Xosé, que así firmaba
también) Velo Mosquera, fue un emigrante como todos ustedes, al que un día la
vida, en tiempos extremadamente difíciles, lo colocó frente a frente con su futuro
y le planteó, de forma cruda y descarnada, el gran dilema de quedar o irse.
El gran dilema al
que todos y cada uno de ustedes, de la primera generación, tuvieron también que
enfrentarse, así mismo, sin ambajes. Dilema que estoy seguro que ahora mismo en
muchos casos estarán reviviendo en sus propios silencios.
Pero, Pepe Velo
Mosquera no fue –digámoslo así- un emigrante al uso. O, al menos, un emigrante
que cumpliese el perfil tipo que con
toda seguridad representan (cada cual con su propia historia personal) la
inmensa mayoría de ustedes. O los padres y abuelos, esposas, madres y abuelas
de todos ustedes, que también un día de sus vidas, tal vez –quien dice que no-
en el Santa María, bajaron las escaleras de embarque en la Guaira sin saber qué
les aguardaba al otro lado de ese cerro inmenso y verde cuya altura jamás habían
contemplado en Galicia y al que seguramente tampoco le sabían el nombre.
Y digo que no fue
un emigrante al uso, porque Pepe Velo no llegó a tener la oportunidad de
gestionar un pasaje de barco o un billete de avión en una gestoría de Vigo o A
Coruña, o en una consignataria de cualquiera de sus puertos. Pepe Velo tuvo que
ser trasladado de noche, un día cualquiera del año 1948, por las aguas del río
Miño, entre Creciente y Melgaço, para llegar a Portugal, huido, después de
haber pasado casi un año encerrado en una pequeña casa de una aldea de Celanova
para no ser descubierto por la Guardia Civil.
“¿Algo haría?”
Estarán pensando ahora mismo. Sobre todo, aquellos que nunca habían oído hablar
de él.
Y algo hizo, es
cierto: No estar de acuerdo con muchas de las decisiones políticas que unos
años antes, un general y su ejército tomaron en nombre del pueblo, y por culpa
de las cuales tanto se desangró nuestro país en aquellas décadas.
Da lo mismo el
signo de la ideología. Da lo mismo, de izquierdas o derechas, cuando los que
tienen la sartén por el mango deciden que su voz es la del pueblo. En estos
casos hay pueblo que calla, se resigna y trata de sobrevivir en esas
circunstancias. Hay pueblo que protesta y vive. Y, a veces, hay una parte del
pueblo que decide pasar a la acción y enfrentarse a esas decisiones, consciente
de que el enfrentamiento tiene siempre consecuencias.
No me voy a meter
ahora en profundidades ideológicas y empezar un relato de buenos y malos. No.
No es para esto, para lo que vine. Si no, para mirar con cierta objetividad la historia,
porque si uno mira hacia atrás en la historia y lo hace con perspectiva nítida,
dado que la historia es cíclica, siempre encontrará un momento en ella que le
sirva para leer la actualidad y contextualizarla.
“Nada traigo
conmigo. Una maleta vacía, cinco dólares, muchas esperanzas arruinadas y, sobre
todo eso, la vocación millonaria de paz y del libertad que nos prohíbe hacernos
viejos”.
Tal fue su carta de
bienvenida a este país, escrita el día mismo de su llegada a Caracas, a finales
del verano de 1948, después -como he dicho- de su obligado cautiverio en un
fallado de Celanova, de su periplo portugués, escapando de la policía
salazarista y de su salto a este inmenso continente desde Lisboa a través de
Nueva York, gracias a un pasaporte de urgencia expedido por la embajada
venezolana de aquel país por intermediación
del mismísimo presidente venezolano, Rómulo Gallegos, a quien había tenido la
oportunidad de conocer en los días de exilio español del mandatario venezolano.
Una declaración de
intenciones, sin duda, que posiblemente no de forma tan poética, pero
probablemente con significado semejante ustedes mismos experimentaron en sus
entrañas en aquellos primeros días de reconocimiento de un entorno que nada
–absolutamente nada- tenía que ver con aquel otro de su pequeña aldea, de su querida
villa o incluso de la ciudad gallega de la que provenían.
Una carta de
bienvenida, con muchas esperanzas arruinadas –decía-, que, para no extenderme
en demasía, trataré de resumir en un episodio que el propio Pepe Velo relataría
con el tiempo en un libro todavía inédito que llevaría por título “Muera España.
Viva Hespaña”, cuyo título necesita una pequeña explicación previa.
(Explicación del título)
En el capítulo
inicial del libro, en el que Pepe Velo explica la dramática situación que vivía
España en aquellos primeros años de la postguerra, relata lo siguiente:
“El final de la guerra mundial
me sorprendió en la cárcel, aprendiendo un poco más de lo mucho que, por
desgracia, tendremos que aprender… Después llegó la libertad provisional y el
Consejo de Guerra… Y vuelta a empezar, porque aún había guerrillas… Mi libertad
provisional había sido condicionada. Me fijaron la residencia a más de 100
kilómetros del lugar de mis últimas actividades. Di el nombre de mi pueblo
natal por si colaba y coló. Allí estaba mi esposa y mis hijos. Diariamente
debía presentarme a la Guardia Civil. Aquello era angustioso. Todos mis
recursos económicos se habían agotado. En mi pueblo no era posible hacer otra
cosa que vivir sobre la pobreza de los viejos. Tenía que buscar trabajo, pero
tenía que irme. Elevé un escrito al auditor de guerra de la Capitanía General
de Galicia y sin esperar permiso, me trasladé a la ciudad de mi última
residencia (Vigo). Tenía allí mi casa. Mi casa de alquiler y los restos de un
colegio naufragado que fundara un mes antes de mi deención. No ocurrió nada.
Encontrar trabajo se hizo duro. Recibo los primeros ochenta duros al mes por
unas clases que dictaba a los hijos de un gerente de ‘Simeón García y Cía’. Mi
esposa y mi hijo menor se reunieron conmigo. Conseguí algún trabajo más e hice
venir a los otros hijos. Me daba una gana loca de morirme en familia. Todo
escaseaba y lo poco que había, andaba por las nubes. Aquello sí que eran
platillos voladores.
La España de Franco era pleno
estraperlo, un estraperlo totalitario. Se comía harina de maíz de todas las
maneras y todos los días. En una oportunidad se ahumaron las sopas. Los niños
se negaban a comer aquella bazofia, pero no había otra cosa… ¡Mamá, esto sabe a
demonios’, decía mi niña. ‘Yo no como esto, mamá, yo quiero otra cosa’, recalcaba
el mayor, que andaba en diez años. La madre los miraba como miran las madres en
circunstancias tales, los besaba con ese amor sin bordes que merecen los niños
y rompía a llorar. Yo lloraba por dentro, pero las sopas…, las sopas había que
comerlas. Había que comerlas, voluntariamente, claro, que para tiranía sobraba
la de Franco.
Para el pequeñín había un poco
de leche y algunas ‘muestras gratis’ de medicamentos. Una cosa
gastrointestinal, lenta, insidiosa, lo tenía hecho un asco desde el día de mi
detención. Tenía entonces seis meses, y, criado a pecho, se había desnutrido.
Mamara veneno en lágrimas y penas. Ahora iba a cumplir dos años. Dos añitos,
raquítico y con fimia pulmonar.
¡Arriba España!, dije muy
serenamente y, serenándome aún más, ¡alabado sea el santísimo sacramento del
altar! La protesta de los niños continuaba. Me había levantado de la mesa.
Hacerles tragar aquello… No, de ningún modo. Me fui a la terraza y regresé con
una pinza de madera para prender la ropa. Como pude, presionando las fosas
nasales, me puse una en la nariz. Ellos, con esa curiosidad encantadora de los
niños, que les hace olvidar la mismísima ofensa del hambre, me miraban, y,
pronto, también se las pusieron.
De esta guisa, comenzamos a
jugar al espantoso juego de comer y comer cuando no hay que comer. Era el juego
de muchos millones de niños españoles. Niños, como nosotros, llenos de hambre y
de España, de curas y falangistas, de Mío Cid y de pillos. De divina
providencia y de himnos, procesiones y parrandas conmemorativas. De caudillo y
de dios bendito. Era el ‘alegre’ juego de las sopas quemadas de harina de maíz
y las pinzas de madera. ‘Ahora sí que están bien ricas’, gritaban entusiasmados
los pequeños. ¡¡Papá tiene razón… El humo no gusta, sólo huele!’ Ah! Los niños,
los niños… qué revolución merecen!
Y jugando a comer, nos dimos
un banquete.
Al terminar, les improvisé un
cuento. El cuento del lobo, no…. El cuento de la hiena…., tampoco. El cuento de
una vez era Franco y… España… y todos los niños se morían de hambre…”
“Al día siguiente –continúa relatando Velo-,
alguien había dejado una citación por debajo de la puerta. Traía el escudo del
‘gallo’ imperial y el yugo y las flechas del ‘buey’ español. De heráldica
siempre anduvimos como dios (…) Debía personarme en el juzgado militar número
dos. Ya está, me dije, ahora verás cómo te meten en chirona por
correspondencia…, porque aquello apestaba a cárcel.”
Y, entonces, decidió marcharse:
“El que suscribe se salvó por
tablas. Una modestísima obrera me pasó el dato y, en el mismo instante,
pretextando un accidente grave que nadie había sufrido, me despedí de los
alumnos, ‘Vuelvan mañana o pasado a ver si ya pude regresar’. Hace 14 años de
aquello (esto está escrito en 1962) y aún no pudo ser. De veras que lo siento…”
Y así, de esa forma
tan trágica, se convirtió Pepe Velo, en un emigrante más en Venezuela.
Un emigrante que,
en este caso si al uso, tuvo que ponerse a trabajar, igual que todos ustedes,
para poder ganar el pan con el sudor de su frente y poder, con ello, traer a su
familia –su mujer Jovita y sus tres hijos, Lino, Manuela y Víctor- desde
Celanova.
Y lo hizo en lo
único que sabía hacer, que era en su condición de maestro. El mismo maestro que
aquel día se vio obligado a engañar a sus alumnos, en Vigo, a costa de poder
salvar su vida. Y el mismo maestro que estuvo a punto de ser profesor de
Filosofía en la Universidad Central de
Caracas de la mano de Rómulo Gallegos, que fundó la academia “Orto” y que
impartió docencia dentro y fuera de las aulas, allí en donde tuvo oportunidad.
Y, lógicamente,
como un emigrante más comenzó a convivir con el resto de emigrantes y exiliados
políticos que habían elegido este hermoso país para su futuro.
Y, por lo tanto, a
hacer exactamente lo mismo que colectivamente todos ustedes han hecho a lo
largo de -en algunos casos- más de cincuenta años y, por lo tanto, no voy a
cometer yo la desfachatez de venir aquí, desde la lejanía de mi Celanova natal,
a contárselo.
Si comentaré, sin
embargo, para continuar con el apurado retrato del personaje que me ha traído
hasta aquí -sobre todo para los más jóvenes-, algunos apuntes que explican por
qué es Pepe Velo, hoy, la figura a glosar y no otro personaje más conocido de
la historia de Galicia.
Esto casi me da
vergüenza resumirlo, como bien saben muchos, cuando Velo llega a Caracas, la
colectividad gallega se organizaba en aquel momento en tres agrupaciones
diferentes: El Lar Gallego, el Centro Gallego y la Casa de Galicia. Hecho común
en otros muchos países del mundo –ya tendremos oportunidad de comprobarlo- en
los que históricamente ha habido y sigue habiendo emigrantes gallegos, por
nuestro amor atávico a las parroquias.
Por favor, que
nadie se sienta ofendido, pero tanto “acá como acolá” los gallegos somos muy
parroquianos y si, por un casual, el destino nos traslada a un lugar en donde
no hay parroquias, pues las inventamos y ya está. ¿Qué problema hay?
Pepe Velo se hace
socio del Lar Gallego y, como buen currosiano que es, en el Lar Gallego se da
cuenta de esa circunstancia de la misma forma que décadas atrás lo había hecho
su admirado poeta de cabecera, el también celanovés Manuel Curros Enríquez, en
este caso en la cubana ciudad de La Habana.
Por cierto, en mi
condición de Secretario de la Fundación Curros Enríquez de Celanova, no puedo
menos que manifestar mi agradecimiento, también, porque la biblioteca de esa
Hermandad lleve el nombre de nuestro eximio poeta.
Y como Velo nunca
fue de esa porción del pueblo que se resigna o que simplemente cubre el cupo de
la protesta, sino de acción, se puso manos a la obra y en compañía de otros
muchos gallegos (cuya relación sería demasiado prolija ahora aquí, aunque
ustedes pueden verla cada día que pasan por la entrada principal de la
Hermandad) y comenzó a trabajar sin descanso a favor de la unión de los tres
mencionados centros, al frente de la “Comisión Pro-Unidade Galega en Venezuela”.
Siguiendo, eso sí,
el ronsel que poéticamente ya había dejado escrito Curros en su “Pola unión”
del Centro y la Benéfica habaneros, que en versión resumida dice así:
(….)
Gallegos que me escoitades,
gallegos que a verme vides;
¡hoxe de aquí non saídes
sen facer as amistades!
Das nosas debilidades
o diaño non se ha de rir.
Vámonos todos a unir,
matando
rencores cegos;
¡que na
unión dos bos gallegos
está da
Patria o porvir!
(….)
Y que en su propia
versión, en este caso en formato de prosa, dice así:
“Eu son socio do
Lar Galego, porque xa o era denantes da fudación do Centro e ti es socio do
Centro Galego, polo que for; proti e eu, irmán galego, somos diante de todo
galegos, e non hai ningún motivo pra que non nos entendamos. No nome dun grupo
de galegos, chegados eiquí despoixa da excisión, invítote a cambiar impresións
no lugar que coides máis comenente, encol diste problema que inventou o demo”.
Así, en el mes de
junio de 1956 –hace ahora exactamente 60 años-, tuvo la oportunidad de
representar a toda la comunidad gallega de Caracas en el Primer Congreso de la
Emigración celebrado en Buenos Aires, en donde se dio a conocer al mundo –sin
quererlo- como el gran orador y líder intelectual que, además de maestro, fue.
Y así fue -como
todos ustedes saben- cómo el 12 de octubre de 1960, Lar, Centro y Casa de
Galicia, bajo la presidencia de don Ángel Feijóo González y actuando de
secretario don Ramón Jácome Rodríguez –presidente y secretario respectivamente
de la Casa de Galicia- finalmente se sientan juntos para “abrir los brazos a las entidades hermanas y
estrechar entre ellos los lazos de
cariño entre los gallegos residentes fuera da nosa querida terriña”, esperando
“que esta fusión de las tres sociedades sea beneficiosa para todos los
gallegos” y dejando para el final del documento el siguiente párrafo que me
gustaría reproducir íntegramente:
“El señor Ángel
Feijóo, en nombre de todos los socios del “Lar Gallego”, “Centro Gallego” y
“Casa de Galicia, hoy aquí reunidos para la unión de las tres entidades, dice
que “es del bien nacido ser agradecido” y pide un fuerte aplauso para quién por
muchos años ha luchado por la “Unidade Galega” en Venezuela que hoy se fusiona,
y que no es otro que el profesor don José Velo Mosquera”. A continuación, el
acta recoge entre paréntesis “(aplausos prolongados, el público en pie).
Es decir, que sólo
por esto (no sé si en algún momento su figura u otros aspectos de su figura han
llegado a ser glosados aquí) José Velo Mosquera sería merecedor de ser
protagonista de algún acto de recuerdo por parte de esta Hermandad –ya sea por
mí o hubiera sido por cualquier otro-, sobre todo ahora que estamos transitando
por el año 2016, año en que se conmemora el centenario de la fundación de las
Irmandades da Fala en A Coruña y en el que también Pepe Velo cumpliría 100
años, de haber logrado llegar hasta aquí.
Como pueden
comprender, queridos gallegos de esta Hermandad, entre todos estos apuntes a
vuela pluma, la biografía de Velo –de la que probablemente ustedes tengan
algunas anécdotas o episodios para mí desconocidos- da para muchísimo más. Si
bien, lógicamente, yo no me voy a recrear ahora en ella (prometí no pasar de
los 30 minutos y el tiempo se va consumiendo). Lo cual no quiere decir que no
me detenga un breve momento en resumir ese otro episodio vital de su
trayectoria, que Velo protagonizó en compañía del capitán portugués, Henrique
Galvão y del comandante Soutomaior, a bordo del transatlántico portugués Santa
María y que ellos bautizaron –en aquellos días de enero y febrero de 1961- como
Santa Liberdade, dentro de la denominada operación Dulcinea.
Como estoy seguro
de que cada uno de ustedes y de sus familias tiene en su haber emocional una
historia personal ligada al Santa María (yo mismo tengo la propia, ya que hoy
por hoy estoy casado con quien la mujer estoy casado gracias a que sus padres,
José y Lola, se conocieron en un viaje de ida para España en el Santa María)
solamente reproduciré unas palabras que acostumbra a repetir con insistencia el
hijo menor de Pepe Velo y el único que vive en la actualidad, Víctor Velo
(residente en São Paulo), al referirse a su padre: Se puede hablar de la
dimensión biográfica de José Velo Mosquera sin citar ni una sola vez el Santa
María, pero sería imposible hablar del episodio histórico del Santa María sin
mencionar a Pepe Velo”.
Con esa cita de
Víctor Velo, y con otra, bastante más enigmática, del propio Pepe, que
reprodujo en una carta que escribió, ya en la etapa final de su vida, a su
vecino Celso Emilio: “Queimeime, acaso fulgurantemente, en conversas cheas de
vida e de imaxinación, en perigosas clandestinidades, por onde queira que me
encontrei e nalgunhas accións brillantemente concebidas, medianamente desenvoltas,
mal acompañadas e melanconicamente finadas. Espero que a
miña procura resulte certa e así poida facer aínda, no finizo dos anos,
algunha cousa pola nosa Galicia e para o parto da “Hespaña” que aínda non
naceu”.
Y una más, todavía,
para terminar: Un breve retrato escrito por un periodista portugués que también
participó en el asalto al Santa María, aquella noche del 21 de enero de 1961,
al zarpar de la isla de Curação, Miguel Urbano Rodrigues y que constituye, sin
duda, tal vez el mejor perfil que nadie nunca haya hecho sobre su figura:
“Caminante
no hay camino, se hace camino al andar...”
O
mar estaba bermellizo cando el dixo os versos célebres de Antonio Machado. O
día morría nun solpor fermosísimo. Estabamos na ponte de mando do ‘Santa María’
e eu acababa de coñecelo unhas horas denantes. Chamábase José Velo Mosquera e
usaba o nome de guerra de Carlos Junqueira de Ambía.
Irradiaba
serenidade e paz coma as augas do Atlántico. Semellaba un sensible e tranquilo
conductor de homes. A toma do ‘Santa María’, -o primeiro dos grandes secuestros
internacionais de naves- non significaba para el o mesmo que para os demais.
Machado afirma que as dificultades supéranse só pola acción.
Poucas
horas despois, a raíz dun principio de motín a bordo, decateime que non era nin
un ‘condottiero’ nin un revolucionario profesional. Enfrontouse sen armas a
unha moitedume enfurecida e dominouna coas palabras. Pero dun xeito raro: sen
demagoxia, sen ameazas, cunha estraña calor humana. Os tripulantes alonxáronse
avergoñados, as mulleres chorando.
Falando
para un auditorio era outro. A voz gañaba modulacións magnéticas, os ollos
-inmensos- irradiaban un brillo líquido, o corpo adelgazábase e a súa calidade
esquelética facíano aínda máis impresionante. A frialdade lacónica cedíalle o
paso á paixón, a unha violencia sen agresividade, á tenrura e a unha oratoria
torrencial. Gardei a imaxe dun quixote cordo, que por veces fundíase cun santo
de Zurbarán.
A
madrugada cachounos falando. Quería chegar a África, sublevar a Guinea Española
e saír de alí para Angola. A bordo había 24 guerreiros portugueses e españois,
unha tripulación rencorosa e 600 pasaxeiros na fronteira da desesperación.
Enviámoslle
proclamas revolucionarias ó pobo portugués. Henrique Galvao (unha figura senil
e famenta de publicidade) asinaba entón todo o que lle pediamos. O verdadeiro
comandante, o autor dos plans, o executor real do secuestro do transatlántico,
rebautizado por nós, ‘Santa Libertade’, tiña sido Junqueira de Ambía. Pola
radio axitabamos as bandeiras da reforma agraria, da revolución socialista,
como se estivésemos en Portugal e foramos a avanzada dun exército de
liberación.
A
fascinación que exercía aquel home era tal que, malia a fraxilidade das súas
análises e o feito de que as súas esperanzas tiñan alicerce en hipóteses, eu
non era quen de opor contra o seu entusiasmo, neses días de febreiro, o peso
dunha lóxica elemental. A presencia da armada americana, as bocas negras dos
canóns, a nosa ergueita dignidade durante o diálogo cos “yanquis”, a entrevista
co almirante que simbolizaba ó imperialismo aliado de Franco e Salazar, o mar
azul, os telegramas que chegaban dende os países socialistas, todo contribuía a
alongar o ensoño. ¡Non era noso o gran buque, nin era real o escenario!.
Ó
mirar cara atrás, hoxe, non me arrepinto da aventura: no “Santa María” quedei
curado para sempre –co desenlace melancólico- da enfermidade infantil do
esquerdismo.
Creo
que nunca, coma neses días, Pepe Velo estivo tan preto da felicidade relativa á
que podía aspirar. E, sen embargo, a acción non foi xamais para el unha meta
existencial.
Morreu
hai poucas semanas (1972). En Brasil, esquecido. A familia e media ducia de
amigos íntimos soterrámolo envolto na bandeira da Galicia Libre –como desexaba-
nun día neboento e triste. Tiña 56 anos e 23 de exilio”.
Quise llegar aquí,
en este relato apurado sobre tan significado socio iniciático de esta
Hermandad, para explicar que, aunque desde que fui invitado siempre consideré
que recuperar la figura de Pepe Velo, aquí en Caracas, con motivo de su
centenario, debía ser la auténtica razón de ser y estar yo ahora en este
escenario; desde que llegué el pasado jueves a Caracas, fueron tantas las
sensaciones que experimenté y tal el torrente de información recibida sobre la,
para mí desconocida sociedad venezolana actual (por más que me tengo por un
lector atento a la actualidad de Venezuela), que se me generaron un montón de
dudas, llegando incluso a plantearme la posibilidad de hablar exclusivamente de
esas sensaciones tan fuertes para un europeo acomodaticio, sobre la situación
social que vive este país y que, como ya he dicho, trataré de transformar en un
diario –“Trece días en Caracas”- cuando llegue allá.
Pero, al ir
recibiendo información de unos y otros –con Carola, Alfredo y Patricia al
frente- sobre el acontecer cotidiano del país y, en suma, de esta ciudad, y
retroalimentar conceptos como “racionamiento”, carencia de alimentos, colas, robos,
hambre y más, no pude menos que acordarme de aquellos tiempos presididos por el
“‘alegre’ juego de las sopas quemadas de harina de maíz y las pinzas de
madera” y retomar la
figura de Pepe Velo, porque la emigración –como la historia, también lo dije al
principio- es un complejo camino de ida y vuelta que en el caso de José Antonio
Manuel Velo Mosquera –que así se llamaba en realidad- no tuvo retorno, pese a
que después de una vida tan dolorosa y trágica, dedicó su último poema a la
esperanza:
“De onde me ven o folgo
para cantar tanta espranza ...
Ai! o ámbito propicio
Ai! a excitada labranza
Ai! a semente no sulco
endexamais devorada
e as oportunas regas
e a graza da poupanza.
Ai! a terra, eterna virxe
milenios a deflorala.
Ai! a colleita pra todos
a matar tódalas fames ...
E os soños sen pesadelo
Ai ¡o soñar acordado!.
Inercia de quen vai indo
graza eterna de ir chegando
Malia quen endexamais algo dera.
Malia quen sen consolar chorara.
Malia quen para chegar espera.
Malia quen para viver matara.
Pois que preguntas, xa sabes
de donde me ven o folgo
para cantar miña espranza:
da visón do futuro
anque sempre se chega,
endexamais se alcanza”.
Y con esa misma esperanza
con la que se fue Pepe Velo, es con la que yo deseo ponerle punto final a este
camino de ida y vuelta por el que nos mueve a todos la historia. De ahí que, en
vez de haberla ilustrado con todas las imágenes que guardo en mi archivo sobre la
biografía de Pepe Velo, o con los ya cientos de imágenes que yo mismo llevo
captadas con mi propia cámara fotográfica a lo largo de estos cinco días en
Caracas, al final quise ilustrarla con esta fotografía que ha presidido toda mi
intervención y que, evidentemente no es la de Pepe Velo.
Es una imagen que tuve
ocasión de lograr el pasado viernes en una visita guiada al edificio de la
Municipalidad de Caracas, en la Plaza de Bolivar, en la que tuve oportunidad de
participar.
Era una chica que
también asistía a la visita y que, al igual que yo, estaba tirando fotografías por
aquí y por allá con una cámara semejante a la mía. En un momento dado, abrí el
zoom, la enfoqué y de entre el desenfoque de la otra gente, emergió esta bella
imagen de mirada joven, serena y hermosa en la que sin querer creo haber
logrado representar el futuro que -de entre el grave desenfoque de la
actualidad- acabará surgiendo en este país.
Un país joven y
hermoso, que pueden estar completamente seguros de que, más pronto que tarde,
volverá a lograr remontar un vuelo que un solo hombre –por más inmortal que se
crea- jamás logrará cercenar.
Muchas Gracias.